En ese centro Montessori para adultos con dieta mensual y apoyos parlamentarios incluidos, conocido públicamente como Congreso del Estado de Coahuila, donde parece que no pasa nada y, de hecho, nunca pasa nada interesante más allá de la dinámica entre curules y los intereses personales que representa cada legislador local, la primera quincena de octubre -el día 7, para mayor exactitud- se presentó una sentida propuesta Woke, convertida en punto de acuerdo a deliberar de urgente y obvia resolución, por parte del diputado Attolini de todos los moles a nombre de los cinco integrantes del grupo parlamentario Morena.
Se trató, en estricto sentido, de “exigir” al Rector de la Universidad Autónoma de Coahuila “el retiro inmediato de la placa de Gustavo Díaz Ordaz, en defensa de la memoria histórica y el respeto a las víctimas del 2 de octubre de 1968”.
Y luego, con el estilo engatusador y panfletario del régimen cuatrero, se aplicó un falso dilema: “Retirar la placa sería un acto de justicia y congruencia. Mantenerla, en cambio, coloca a la Universidad del lado de la indiferencia y la contradicción”. Ajá.
Dicha inscripción de bronce, sin ningún mensaje o simbolismo, se ubica en la Facultad de Jurisprudencia de la Máxima Casa de Estudios y recuerda la edificación de la entonces Escuela, inaugurada por Díaz Ordaz como Presidente, en noviembre de 1969, junto al Gobernador a la sazón de Coahuila, Braulio Fernández Aguirre.
Es, básicamente, un pergamino protocolario esculpido a la entrada del recinto.
El afán de quitarla, justo es decirlo, no se trata de una iniciativa novedosa. Por el contrario, el fenómeno llega tarde a la entidad considerando que se incubó hace una década en las universidades estadounidenses como política identitaria, y alcanzó su clímax al derribar estatuas como protesta ideológica centrada en culpar a las piedras y los monumentos.
Incluso en 2018, como performance por el 50 aniversario de la conmemoración, se retiraron placas con el nombre de Díaz Ordaz en el Metro de la Ciudad de México.
La propuesta de Attolini, volviendo al tema que nos ocupa, no fue aprobada y se turnó a la Comisión de Gobernación, Puntos Constitucionales y Justicia. A la congeladora legislativa, pues.
Sin embargo la administración de la Facultad de Jurisprudencia, receptiva del caso que inició en sus instalaciones con un grupo de alumnos como protagonista y posteriormente fue secundado por el mencionado representante local, aplicó la salomónica. Es decir, darle voz y espacio a la contraparte interesada en un asunto (en este caso un grupo de estudiantes ociosos que sintieron descubrir el hilo negro por un momento), y colocó a manera de memorial una placa por encima (otra, como si sobrase algún espacio disponible en sus paredes para una más, la enésima, en un centro educativo adicto a las placas para todo) con la inscripción: “Déjenos hablar. En evocación de las y los estudiantes víctimas de 1968 (¿acaso el año los mató?), que fueron silenciados por la fuerza de la censura y la intolerancia”.
Ahí sí, además, fue anexado un mensaje político, sensiblón, dogmático y de seudo izquierda: “Su recuerdo resiste en el tiempo, como el primer puño levantado, que incomoda a quienes buscan excederse en el poder. Su lucha vive en cada aula, en cada voz que busca la verdad y la justicia”.
Y como cierre, para rematar, el ya lugar común “2 de octubre, no se olvida”.
Las universidades convertidas en guarderías del pensamiento Woke. Ojo al dato.
Cortita y al pie
“En defensa de la memoria histórica”, por lo demás, los hechos no deben ser borrados, renombrados o editados de acuerdo a la corrección política de moda.
El centralismo informativo nos ha hecho creer que los sucesos ocurridos en la Ciudad de México conciernen a todo el país, y toman entonces un cariz “nacional” por el solo hecho de haber ocurrido en la capital. Así entonces los estados, como simples cajas de resonancia, somos espectadores obligados a replicar la narrativa que se genera en el centro del país, en sus términos, sin espacio a la crítica de los mismos.
Cuántos crímenes y tragedias con diferentes motivaciones, desde entonces a la fecha, se han perpetrado en las entidades federativas, de mayor mortandad por ejemplo que aquél 2 de octubre, y ni siquiera son recordados en el calendario con una fecha oficial.
La memoria selectiva y el chilangocentrismo son el problema, no una placa de bronce.
La última y nos vamos
Ahora bien, si nos ponemos creativos, qué otras cosas podríamos quitar del espacio público para enmendar la historia estatal.
Se me ocurre una. La gigantesca letra “H” erigida al centro del Distribuidor Vial El Sarape, en Saltillo, como recordatorio del nombre del Gobernador que impulsó la obra (que al ser financiada con créditos pagaderos a 30 años, al día de hoy ya costó varias veces más su valor original, por cierto, y todavía faltan 23 años más de deuda).
Ni se ocupe por tratar de repetir el argumento oficial (que la “H” no es de Humberto, sino de Horacio (del Bosque), extinto secretario de Obras Públicas fenecido en un accidente aéreo en 2010, en el transcurso de la construcción). No es por ahí.
Y así, ad infinitum.
Pero no vamos a hacer eso. ¿O sí?







