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Matar o morir a 120 km/h en Saltillo

Existe un libro clásico de la sociología: La cultura de los problemas públicos: el mito del conductor alcoholizado versus la sociedad inocente

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Por: Luis Carlos Plata


Existe un libro clásico de la sociología: La cultura de los problemas públicos: el mito del conductor alcoholizado versus la sociedad inocente (Siglo XXI, 1981), de Joseph R. Gusfield. Ahí el autor estadunidense plantea una hipótesis: conducir un automóvil bajo los efectos del alcohol es un acto que se condena en el ámbito público y, por el contrario, se sostiene en el privado.


En los tiempos que se viven, sin embargo, ese carácter antisocial de conducir alcoholizado, esa desconsideración moral y legal hacia los otros, esa experiencia individualista, ya no es el centro de atención para la narrativa dominante en la opinión pública, sino, por increíble que parezca, la historia personal y familiar del perpetrador de la falta.


“El emotivismo contemporáneo valora más la empatía como rasgo de personalidad”, ha escrito el español Gregorio Luri (2021). Tendemos, pues, a la “mermelada sentimental”. Se ha perdido el oremus. Y si el fenómeno social ya no se concibe como un problema público, y si el análisis cultural que se dirige a un público fantasma ya no se interesa por las consecuencias ni focaliza la atención en lo importante, así desfilamos rumbo a la barbarie.


Lo anterior viene a cuento a propósito del accidente ocurrido la madrugada del miércoles en Saltillo, cuando una mujer de 23 años, alcoholizada, impactó a 120 kilómetros por hora el vehículo que conducía contra un negocio de comida ubicado a un costado de la vialidad por donde circulaba, en una curva de La Aurora, perdiendo la vida en el acto de forma dramática y espeluznante.


¿Qué habría ocurrido si a otra hora, y en un día de quincena, por ejemplo, la terraza del local que terminó completamente destrozada, hubiese lucido concurrida de comensales?


Las muertes se hubiesen multiplicado, evidentemente.


No se trata de un caso aislado sino frecuente. Se ha publicado en este mismo espacio con anterioridad que los fines de semana prevalecen las riñas salvajes al interior de las colonias en Saltillo. Sí. Pero en las vialidades más concurridas (¿cuál no lo es actualmente?, cabría preguntarse) el denominador común es la inseguridad de tránsito. Vehículos llantas arriba, estrellados contra el asfalto, como si hubiesen sido expulsados de la estratósfera con la fortuna (o la desventura, según se vea) de caer en Saltillo como lo haría un meteoro.


La gente sale a matar o morir y el alcohol no es, en ambos casos, causa única, como supresor o catalizador de los sentidos.


El saltillense ha establecido a priori una relación con el medio que le rodea en El Valle de las Montañas Azules: si no es dentro de un automóvil, no existe la vida en el horizonte.


Así se ha propuesto cruzar meridianamente la ciudad transportado en uno, sin cruzar palabra con los demás habitantes de la metrópoli. Desde Buenavista hasta Capellanía.


En Saltillo el vehículo motorizado es el instrumento para ser, pues existir no es suficiente dentro de la comunidad. Se es en función de la marca y el modelo, en estratos y categorías de acuerdo con el uso y las condiciones mecánicas. Donde algunos ven un asunto de movilidad y urbanismo, trayectos y rutas, otros entienden el tema como lo que es: estatus social y autoestima baja. Dependencia emocional.


Toda muerte violenta es un fracaso de la civilización, sin embargo debe analizarse cada una en su justa dimensión.


De entrada, no romantizando a los responsables ni considerando su núcleo familiar como daños colaterales. Con todas sus letras: son potenciales asesinos que han elegido colocarse en dicha posición.


La sabiduría popular lo dice: no hay borracho que trague lumbre. Al abordar un vehículo que a la postre se convierte en bólido desenfrenado, este ha tomado una decisión individual que indirectamente afecta a la colectividad. Las víctimas eventuales, en cambio, han coincidido en el tiempo y el espacio con él en un lugar determinado.





Cortita y al pie


La solución, en ese sentido, no está en los topes. Los reductores de velocidad, coloquialmente conocidos como ‘bordos’, representan un elemento hostil: no reconducen el tráfico en el sitio donde se ubican, ni siquiera tienen una utilidad práctica en cuestiones de vialidad. Simplemente funcionan como castigo urbano. Tránsito no avisa de antemano sobre su existencia en el camino más adelante, y ni siquiera los delimita con pintura visible a la distancia. Se trata, por el contrario, de que los resienta el cuerpo por sorpresa. Significan una molestia física que propina la ciudad, una pena corporal inmediata, para que la memoria muscular recuerde que al pasar por ahí se debe disminuir la velocidad, si acaso pasa desapercibido a la memoria.


No están ideados pensando en turistas o foráneos que desconocen la zona por donde circulan, sino en usuarios frecuentes. Como en otros aspectos de la metrópoli, es arquitectura ideada para la repulsión: disuadir a las personas de utilizar los espacios públicos.





La última y nos vamos


La respuesta está en otra parte. Al ponderar la seguridad por encima de cualquier otro tema, los gobiernos estatal y municipal no abandonan la tesis de que una sociedad racional y ordenada es posible y, por consecuencia, generan en los individuos la creencia de que sus pequeñas acciones encaminadas a construir un orden social serán exitosas.


Falta entonces la seguridad vial.

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